Para Montesquieu (Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, 1689-1755) el poder que no se limita lleva necesariamente a la arbitrariedad y al abuso, en cambio, si está distribuido entre distintos órganos que mutuamente se frenan, queda cerrada la posibilidad de que el poder constituido se haga ilimitado, soberano. En ese orden de ideas, el primer documento que plasma la división de poderes es la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia (1776) e inmediatamente después, ese mismo año, lo hizo la Constitución de los Estados Unidos de América. La Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dio un paso hacia adelante al establecer que Toda sociedad en la que no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de los poderes no tiene Constitución. Los estudiosos y teóricos constitucionalistas no han parado, y ahora, nos dicen que el surgimiento de órganos constitucionales distintos de los tradicionales poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, han de convivir con éstos para establecer un adecuado sistema de pesos y contrapesos; esta idea fue desarrollada en Europa y posteriormente, llegó a los países latinoamericanos.
Sin embargo, estos nuevos entes tienen el carácter de autónomos, más no son soberanos, como sí continúan siéndolo los tres poderes tradicionales que conforman el Estado. La autonomía puede alcanzar no sólo la autorregulación de los propios órganos y dictarse sus propias normas, pero de ningún modo deben entenderse como soberanos, es decir, son producto de una redistribución de competencias sobre determinadas materias. Se trata, por tanto, de una relación de independencia relativa; son órganos relativos más no absolutos como son los poderes. No son ajenos a la organización del Estado, sino que obtienen sus funciones del propio Estado. Del mismo modo que el Estado se descentraliza espacialmente (en estados y municipios), lo hace funcionalmente en los órganos autónomos (al igual que en las corporaciones o en las empresas del Estado).
Muchas son las características que definen a un órgano autónomo pero una fundamental es que no han de sujetarse a un control político o partidista y han de ser ajenos a los grupos de presión, debieran ser verdaderos órganos ciudadanos, y este es precisamente el gran obstáculo de estos órganos en nuestro País, donde los nombramientos se han obtenido como cuotas de poder a los diferentes partidos y entonces, sus integrantes deciden renunciar a esa autonomía en favor de los poderes. Es decir, deciden no ser autónomos. Por otro lado, han creado una burocracia de oro, pues han usado su autonomía para darse sueldos elevadísimos y una gran cantidad de prestaciones, En muchas ocasiones, cuando un político ya no puede o no desea continuar en los poderes, se decide su retiro hacia un órgano autónomo y más de un personaje ha peregrinado en varios de ellos, pervirtiendo las funciones y la autonomía de los mismos.
Estos órganos se han multiplicado en México durante lo último años (sobre todo a partir de la década de los noventas) y su número es muy alto. Entre ellos se cuentan las universidades, el Banco de México, el Instituto Nacional Electoral (INE), el Órgano Superior de Fiscalización, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Sistema Nacional de Información Estadística y Geografía (INEGI), el Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica o el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) y una larguísima lista, con una tendencia hacia el crecimiento, con una mención especial a la Fiscalía General de la República.
En opinión del juntador de estas letras, no deberíamos cuestionarnos en general, la pertinencia de estos órganos y sí en cambio plantear la posibilidad de transformar algunos más como el Instituto Mexicano del Seguro Social o la Comisión Nacional Bancaria entre otros, pero por supuesto, revisando el funcionamiento de los ya creados y replanteando todos los que fueran mal evaluados. Muchos de ellos, me temo que la mayoría, han resultado inútiles, gozan del desprestigio público y sólo han servido para abultar y desviar los presupuestos. Si muchos desaparecieran ahora, nadie lo notaría. Queda la impresión de que varios de ellos, responden más bien a caprichos sexenales o a la necesidad de crear espacios adicionales y muy bien remunerados.
Sería absurdo que el INE o el Órgano Superior de Fiscalización continuaran siendo parte de los poderes. El espíritu de estos órganos por supuesto, resulta sano; nadie podría suponer lo contrario.
Algunos de ellos además en la coyuntura que actualmente atraviesa el País, han resultado respondones (como el INE) que ha entablado una controversia constitucional por negarse a renunciar a la vida de pachás que llevan los de arriba, se han convertido en barriles sin fondo y como el INE, no han cumplido con muchas de sus atribuciones y el ejercicio de aquellas con las que han cumplido, deja mucho que desear; su desprestigio es palpable y está plenamente justificado. Una vez fue Instituto Federal Electoral y hubo que replantearlo pues, aunque originalmente prestigioso, después con Luis Carlos Ugalde al frente, decidió escuchar el canto de las sirenas del dinero y después ya no ha podido reposicionarse. Más que una cuestión de autonomía, deberíamos plantearnos una cuestión de responsabilidad y eficiencia de estos órganos, cuya actuación en ocasiones ha llegado a la perversidad.
Es todo. Nos encontraremos pronto. Tengan feliz semana.