Finalmente, ¿qué es un libro? Para responder a esta pregunta Roger Chartier (en el prólogo a la edición 2011 de Historia de la lectura en el mundo occidental –Taurus– que dirigió con Guglielmo Cavallo) recurre al filósofo Kant quien, en 1798, en la ‘Ciencia del derecho’ dentro de su Metafísica de las costumbres, responde a esta cuestión distinguiendo:
“…entre el libro como objeto material, como opus mechanicum, que pertenece a quien lo ha comprado, y el libro como discurso dirigido al público, cuyo propietario es el autor y cuya publicación –en el sentido de hacer público– se remite al mandatum del escritor, es decir al contrato explícito establecido entre el autor y su editor que actúa como su representante o mandatario” (p. 14).
A lo largo de los siglos, la respuesta a la pregunta “¿qué es un libro?” fueron plasmadas en un lenguaje a la vez “filosófico, estético y jurídico”, que fundamenta “la propiedad de los autores sobre sus obras y su consecuencia, es decir, los derechos de los editores sobre las ediciones que aseguraban la publicación y circulación de las obras” (p. 15).
Chartier llama a reflexionar sobre esta cuestión en los tiempos actuales, cuando se teme “la desaparición tanto de la realidad material del objeto como la definición intelectual y estética del libro percibido como obra por su lector”.
Hacia 1680 un impresor madrileño, Alonso Víctor de Paredes, consideraba que el libro, como el hombre, tiene cuerpo y alma. Pero el alma del libro “no es sólo el texto tal y como fue compuesto, dictado, imaginado por su creador”, apunta Chartier:
“Si el cuerpo del libro es el resultado de los tiradores o prensistas, su alma no está moldeada solamente por el autor, sino que recibe su forma de todos aquellos –maestro impresor, componedores o cajistas o correctores– que están al cuidado de la puntuación, la ortografía y la compaginación” (p. 16).
Este reivindicación del trabajo del editor cobra especial relevancia en esta era de plataformas electrónicas en la que muchos olvidan que el texto pierde relevancia cuando el entorno digital lo opaca, lo entorpece, lo obstaculiza.
En 1952 Jorge Luis Borges respondió a la pregunta ¿qué es un libro?, de la siguiente manera: “Un libro es más que una estructura verbal, o que una serie de estructuras verbales; es el diálogo que entabla con su lector y la entonación que impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que dejan en su memoria”.
Si el diálogo entre el texto y sus lectores es infinito, nos queda claro que el libro nunca desaparecerá. En una conferencia sobre El Libro en 1978, Borges dijo que no le interesaban los libros físicamente sino “las diversas valoraciones que el libro ha recibido”. Las particularidades físicas de los libros no importan mucho, lo que cuenta es la manera en que el libro fue apreciado. Lo que importa es la lectura, no el objeto leído. ¿Qué es un libro si no lo abrimos?, se cuestiona finalmente el escritor argentino.
LIBRO: OBJETO Y OBRA
En la cultura impresa tal como la conocemos, el orden de los discursos se establece a partir de la relación entre tipos de objetos: el libro, el periódico, la revista. Jerarquizamos las categorías de textos y de formas de lectura, en función del objeto.
Semejante vinculación entre tipos de texto y formas de lectura se arraiga en la historia de la cultura escrita, “y resulta de la sedimentación de tres innovaciones fundamentales”:
– Entre los siglos II y IV, la difusión de un nuevo tipo de libro que es todavía el nuestro, compuesto de hojas y páginas reunidas dentro de una misma encuadernación, el libro al que llamamos codex y que sustituyó a los rollos de la antigüedad;
– Entre los siglos XIV y XV, antes de Gutenberg, la aparición del “libro unitario”, es decir la presencia dentro de un mismo libro manuscrito de obras compuestas en lengua vulgar por un solo autor;
– Y finalmente en el siglo XV, la invención de la imprenta que sigue siendo hasta ahora la técnica más utilizada para la reproducción de los textos.
Somos herederos de una historia donde el libro se define a la vez como objeto material y una obra intelectual o estética, identificada por el nombre de su autor. Y donde la percepción de la cultura escrita se fundamenta sobre distinciones visibles entre los objetos: cartas, documentos, diarios, libros, etcétera.
Para Chartier, el orden de los discursos cambia profundamente con la textualidad electrónica. Ahora todos los textos, del género que sean, son leídos en un mismo soporte (la pantalla iluminada) y en las mismas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). “Se crea así una continuidad que ya no diferencia los diversos discursos a partir de su materialidad propia”. Y confunde a los lectores porque “deben afrontar la desaparición de los criterios inmediatos, visibles, materiales, que les permitían distinguir, clasificar y jerarquizar los discursos”.
BIBLIOTECA UNIVERSAL
El mundo digital nos acerca a la biblioteca universal, abarcando todos los libros que se han publicado y todos los textos que se han escrito, sostiene Roger Chartier. Pero la lectura frente a la pantalla transforma la relación con las obras del pasado o del presente.
Es generalmente una lectura discontinua que “busca a partir de palabras claves o rúbricas temáticas el fragmento textual del cual quiere apoderarse” (un artículo de periódico, el capítulo de un libro, información en una website), “sin que sea percibida la identidad y la coherencia de la totalidad textual que contiene este elemento”.
En lo digital, todas las entidades textuales son como “bancos de datos que procuran fragmentos cuya lectura no supone de ninguna manera la comprensión o percepción de las obras en su identidad singular”.
Al romperse el antiguo lazo entre los textos y los objetos que los contenían en forma impresa, necesitamos revisar “los gestos y las nociones que asociamos con lo escrito”. Los fragmentos de texto que aparecen en la pantalla “no son páginas, sino composiciones singulares y efímeras”.
Cada mutación en la cultura escrita (la aparición del codex, la invención de la imprenta, las revoluciones de la lectura) “produjo una coexistencia entre los antiguos objetos y textos y las nuevas técnicas y prácticas”. La revolución digital nos obliga a reorganizar la cultura escrita.
JERARQUIZAR LAS LECTURAS
A unos años de distancia de lo escrito por Chartier, ya podemos establecer distinciones entre el objeto virtual y la lectura digital. Podemos jerarquizar los discursos en función del objeto: no tendría que tener el mismo valor algo escrito es un chat como el de WhatsApp, que en un tuit o en una carta abierta como las que se publican en Facebook, y mucho menos lo expuesto en un artículo de periódico o revista y en un libro.
La oficina de prensa de la Casa Blanca, angustiada por los potenciales conflictos diplomáticos que implican los mensajes del presidente Trump, se ha encargado de recordar a la opinión pública que lo dicho en su cuenta personal de Twitter no tiene la trascendencia de un comunicado oficial o de un discurso leído por el propio mandatario.
EL LIBRO NO MORIRÁ
El libro no parece que vaya a morir, concluye Chartier en la introducción. Porque la existencia de una obra no está atada a una forma material particular. “Los diálogos de Platón fueron compuestos y leídos en el mundo de los rollos, fueron copiados y publicados en códices manuscritos y después impresos, y hoy en día pueden leerse frente a la pantalla”.
El libro como objeto no va a morir porque, todavía, es el “más adecuado a los hábitos y expectativas de los lectores que entablan un diálogo intenso y profundo con las obras que los hacen pensar, desear o soñar”.
Sin embargo, la forma digital de producción y transmisión de los escritos “lanza un profundo desafío tanto a las categorías que fundamentaron el orden del discurso que es todavía el nuestro” (desde la propiedad intelectual a la originalidad de la obra o la individualización de la escritura), como a la relación con la cultura escrita: hasta la aparición de la computadora, había “una inseparable vinculación entre el texto y el objeto, la obra y el libro, los artículos y la revista o el periódico”, sentencia Chartier.
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