MANZANA DE LA DISCORDIA

Las políticas públicas para recuperar la seguridad consolidaron la alianza de Andrés Manuel López Obrador con las fuerzas armadas, pero propiciaron un enfrentamiento con algunos gobernadores, especialmente con el de Jalisco, Enrique Alfaro, por el tema de los superdelegados.

Luego que el Presidente cediera ante la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago) en su pretensión de imponer a los superdelegados como secretarios técnicos de la mesa de seguridad de cada estado, la responsabilidad de conducir esa mesa recaerá en el Ejecutivo local.

Más que un alivio, tal responsabilidad debería ser motivo de preocupación para aquellos mandatarios estatales que se han visto superados por la delincuencia organizada que opera en el territorio que gobiernan.

Sea como sea, en el nuevo régimen lopezobradorista las mesas de seguridad deberán funcionar de manera completamente distinta a como lo hacía el respectivo comité interinstitucional de seguridad pública en tiempos de Peña Nieto.

Como garantía de que se van a hacer las cosas de otra forma, es que se pensó que las mesas fueran presididas por un representante del gobierno de la República. Pero al margen de que –a decir de Alfaro– se viola el pacto federal, lo cierto es que parece demasiado trabajo para un solo funcionario.

REPARTIR, VIGILAR Y CASTIGAR

Hasta lo que se ha dicho, el superdelegado será el encargado de operar los programas sociales en su estado. Es decir, coordinará la entrega de los millonarios recursos que se harán llegar a grupos de población vulnerable y a sectores sociales y económicos estratégicos.

Se supone que el superdelegado deberá también coordinar los trabajos políticos de los representantes populares y gobernantes de Morena en el estado. Eso lo convertiría en una especie de comisario político que asumirá las funciones metaconstitucionales que tenía el delegado de Gobernación.

Hasta antes que lo designara coordinador de los delegados federales en el estado, las atribuciones legales del delegado de la Segob se limitaban a sancionar juegos y sorteos, amén de supervisar las tareas de espionaje y análisis político que realizaba el ya extinto Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen).

En su papel de comisario político, con el arranque del periodo presidencial –por mencionar el caso de Colima– la superdelegada tiene el reto de terminar el desbarajuste que se ha dado en el Congreso local y en los ayuntamientos de mayoría morenista, acosados por fuerzas extrañas que se aprovecharon de la orfandad política que vivieron diputados y alcaldes durante el interregno.

Nada más con esas dos encomiendas tendrían los superdelegados para entretenerse. Aun así, les quisieron cargar la responsabilidad de relevar al gobernador de su obligación de mantener el orden público y la paz social.

ENSEÑAR LAS CARTAS

Las nuevas mesas de seguridad no pueden continuar la inercia de tres órdenes de gobierno que se ignoran mutuamente, y se culpan unos a otros de la situación regional.

Al gobernante estatal que vuelva a argüir en su defensa que los ayuntamientos no están haciendo su parte en la prevención de los delitos, el representante federal debería pedirle cuentas respecto al número de delitos del fuero común que han sido resueltos por la fiscalía local.

La criminalidad en México ha crecido tanto que en amplias zonas del país se vive un Narcoestado. Sin embargo, restaurar el Estado de derecho no es un asunto sólo de policías, y menos de preventivos municipales. La escala en la que se da la delincuencia organizada supera el ámbito de acción de un ayuntamiento y, en muchos casos, de un gobierno estatal.

Hay que rescatar municipio por municipio, estado por estado. Y dado el poder de fuego de grupos criminales que actúan como verdaderas fuerzas beligerantes, la amnistía de la que habla AMLO podría acabar siendo un armisticio.

La importancia de estas mesas de seguridad radica en la posibilidad de ventilar, al más alto nivel, la innegable minusvalía de algunos alcaldes para enfrentar a la delincuencia organizada; la eventual complicidad de gobernadores en industrias ilegales que no se limitan al trasiego de drogas o al narcomenudeo, sino que abarcan trata de personas, secuestro, extorsiones y cobro de piso; así como la probable implicación de mandos castrenses en negocios ilícitos.

Que esas mesas sirvan, pues, para fijar metas y exigir resultados. A fin de evitar filtraciones, algunos operativos de las fuerzas armadas se conocerán hasta después de ejecutarse. Pero otros asuntos tendrían que verse al día. Por ejemplo, tras la comisión de homicidios dolosos no puede transcurrir más que un breve lapso de tiempo antes de que la Fiscalía General de ese estado tenga integrada la carpeta de investigación.

Es en estas mesas donde gobiernos estatales y municipales deberán reclamar que siga habiendo retenes paramilitares que son, en realidad, puntos de atraco. Mientras que el gobierno federal y los ayuntamientos podrán reprochar a los estados aquellos delitos comunes que suelen quedar impunes, como si pertenecieran a un fuero especial: el de los propios delincuentes que ajustan cuentas con quienes infringen sus códigos de honor y de comercio.

En esas mesas los ayuntamientos podrán presentar el resultado de sus observaciones respecto al narcomenudeo, y reclamar de las autoridades estatales y federales mejores equipos para vigilar el entorno urbano y rural mediante cámaras y drones.

Hemos padecido durante años a autoridades que son sordas y ciegas respecto a la actividad criminal, porque no quieren ver ni oír lo que pasa en sus demarcaciones. Las mesas deben propiciar que ninguno de los tres órdenes de gobierno permanezca, además, mudo: esto es, callado sobre lo que sabe y ante lo que necesita preguntar.

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