No sé si reír o llorar cuando leo en las redes sociales la naturalidad con la que personas inteligentes y educadas llaman a romper el pacto federal. No sólo celebran la amenaza de algunos gobernadores a desconocer el acuerdo de coordinación fiscal sino que, de hecho, piden disolver la república mexicana y proclamar la nación libre y soberana de Jalisco o la de Nuevo León, Coahuila, Tamaulipas, Chihuahua…
Lo curioso es cuánta gente interpreta las amenazas de esos mandatarios con una declaratoria de independencia. Hasta ahora ningún estado se ha salido de la federación. Lo que piden sus ejecutivos es renegociar el esquema distributivo. Un reclamo que por décadas han hecho las entidades con mayor producto interno bruto, que se dicen robadas porque reciben una rebanada del pastel fiscal menor a lo que aportan.
El reproche de esos gobernantes locales es que no les dan lo que piden para enfrentar la epidemia del Covid-19. Aunque el verdadero pleito es que no los dejan gastarse libremente el dinero que reciben.
El ejemplo paradigmático son las pruebas rápidas que la Secretaría de Salud federal no autorizó, pues resultan poco fiables técnicamente.
Incluido el colimense Ignacio Peralta, el argumento de los gobernadores para comprar las tiras reactivas es que esos dispositivos ayudarían a detectar a portadores asintomáticos, pero ninguno quiere dar crédito a los señalamientos del vocero oficial para la epidemia, Hugo López-Gatell.
El subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud ha dicho que, para un virus emergente como es el SARS-CoV-2, las pruebas rápidas (a diferencia de las pruebas de laboratorio y de las pruebas de laboratorio de tiempo acortado, que no son iguales a las tiras reactivas) pueden generar, precisamente porque no son confiables, una falsa certeza de no estar infectados a pacientes que sí presentan síntomas.
Para reducir la incertidumbre, la SSA estableció que todos los casos sospechosos deben ser tratados como si el diagnóstico ya estuviera confirmado.
MALETÍN DEL DR. PERALTA
La advertencia de López-Gatell contra la tecnología no certificada, fue ignorada por Nacho Peralta el viernes pasado al anunciar que, como no lo dejaron comprar las pruebas rápidas, va a distribuir un kit casero para la detección de síntomas.
Este paquete, como el Maletín del Doctor de juguetes Mi Alegría, incluye un termómetro y la sugerencia a los usuarios: cuando el instrumento marque 38 grados, el paciente debe ir de inmediato al hospital.
Se supone que el gobierno de Colima puede disponer de esa compra porque, a fin de cuentas, lo hace con recursos propios ya que el gobierno federal no le ha dado un centavo para contener la pandemia.
Siendo un estado que se congeló en siete casos y no tiene un solo deceso por coronavirus, es comprensible que fondear las acciones de salubridad en Colima no sea prioritario para la Federación. Sin embargo, tal vez ya le hubieran entregado el dinero al gobierno local de haber comprobado la administración de JIPS en qué se gastó las participaciones anteriores.
Ojalá que los termómetros que compró Nacho valgan lo que costaron y sean fiables sus mediciones pues, de otra manera, vamos a llenar los hospitales locales con colimenses que simplemente van a quitarle tiempo al personal médico.
Si los termómetros caseros que repartirá el gobierno estatal no son fiables, o si las madres de familia no hacen una lectura correcta, la gente de triaje en el área de urgencias acabará regresando a sus casas a los asustados demandantes de atención, tras explicarles que la aparentemente elevada temperatura corporal no se debe a fiebre sino al calor tropical.
Antes de que me corrijan, el galicismo triage ya existe en español, se escribe con jota y es sinónimo de cribado o clasificación.
¿CUÁN GRAVE ES EL DESABASTO?
Antes de que esta pandemia termine, el director del IMSS, Zoé Robledo, va a tener que responder por las supuestas fallas en el abasto de material de seguridad quirúrgica en las clínicas de ese instituto.
Nos debe quedar claro si en el Seguro Social, lo mismo que en el ISSSTE o en general, en el Sector Salud, no previeron las adquisiciones y se dejó al personal desprotegido, potenciado la transmisión del virus a médicos y enfermeras.
Las contralorías deben aportar datos y testimonios para distinguir cuántos de los mensajes que se han vuelto virales en las redes sociales son exageraciones, medias verdades o francas mentiras, incluido el video de Eugenio Derbez.
Tendremos que saber antes que termine la epidemia si se trató de una falla institucional por falta de planeación, o si el problema se debió al desabasto mundial de tales insumos.
Por supuesto, deberán quedar en evidencia las causas y consecuencias del préstamo de cubrebocas a China: ¿de verdad fue compra y recompra o se trató de un mero préstamo?
Pero también deberán salir a la luz los casos en los que directores de hospitales o responsables de almacenes vendieron la dotación de tapabocas, aprovechando la aparición repentina de un mercado negro, confiados en que pronto llegaría la dotación masiva y que los faltantes en el inventario no se notarían.
Y deberán evidenciarse los casos en los que estos mismos directivos permitieron o no pudieron impedir que el personal a su cargo hiciera mal uso del material, desperdiciándolo cuando todavía era improbable que llegaran enfermos de Covid-19 a esos hospitales.
Se vio en muchos nosocomios que hasta el personal administrativo y de limpieza usaba cubrebocas y guantes quirúrgicos, los cuales tendrían que haber sido reservados para médicos y enfermeras que realizan procedimientos de alto riesgo (aquellos donde se producen aerosoles, como son la intubación o la conexión de un enfermo al ventilador mecánico).
EL MIEDO A LA BATA BLANCA
Resume Ana María Olabuenaga en Linchamientos digitales (Paidós, 2019) que en su dimensión distópica, la democratización del ciberespacio ha supuesto la popularización del juicio sumario, el “triunfo de la estupidez, la simulación y los grandes intereses”.
Frente a esos relatos apocalípticos, la vertiente optimista parece ir perdiendo la batalla. Esta visión utópica vislumbraba una insurgencia ciudadana, y celebraba cualquier tipo de disidencia digital.
Durante la elección de 2018 vimos actuar en México a una sociedad en red que, con un teléfono en mano e ira suficiente, pensó que podía cambiar el mundo. Pero en este primer año y medio de gobierno de la 4T, lo que estamos viendo es el uso de las redes sociales para infundir odio.
Si es verdad que el resentimiento social llevó al triunfo del candidato de la esperanza, para minar la legitimidad del nuevo régimen la derecha, los conservadores o los reaccionarios han venido sosteniendo una campaña bien orquestada de descalificación.
No costó nada montar una estrategia para crear desconfianza hacia nuestras autoridades médicas y sanitarias. El terreno era fértil con un sector salud desmantelado, un grave problema de desabasto de medicamentos, desprestigio institucional, corrupción en los altos mandos y proteccionismo sindical de la base trabajadora (vicios que no comenzaron con este gobierno aunque, ciertamente, no se han podido erradicar).
No pocos galenos al servicio del Estado se sumaron a esta campaña. Pero ese miedo irracional que sembraron los seguidores de la doctrina del caos, se ha vuelto contra la propia comunidad médica.
El prejuicio de que “los sanitarios” (como los llaman en España) son incapaces de seguir un protocolo y acaban contagiándose, motiva una rabia que vemos aflorar en los casos de médicos, enfermeras y camilleros agredidos por gente que le teme al uniforme blanco.
Desgraciadamente, el resultado directo de afirmar que un hospital es un foco de infección no ha sido la solidaridad con el personal del nosocomio sino el linchamiento (este sí no virtual) de facultativos y enfermeras.
En el colmo, estamos viendo testimonios de derechohabientes que han sido agredidos por el personal médico que mira, a cualquiera que tosa, como un peligro y no como un paciente.
Los mexicanos hemos interiorizado tanto las deficiencias de las instituciones, la deshumanización de los profesionales de la salud y la improbabilidad de curarnos de cualquier enfermedad grave, que asumimos el contagio de coronavirus como una fatalidad.
“¡Llévalo al Seguro!”, le gritan al torero en La Petatera cuando el burel no cae al enésimo pinchazo. El mismo razonamiento nos lleva a suponer que terapia intensiva es sinónimo de muerte para los enfermos de Covid-19. Y eso está generando enfrentamientos entre familiares y médicos cuando los especialistas les comunican que su ser querido será internado o, más grave aún, que lo trasladarán a la unidad de cuidados críticos.
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