EL ARTE DE IMPRIMIR

Si se entiende por imprenta sólo ‘el arte de imprimir’ –escribe Roberto Zavala Ruiz en El libro y sus orillas (México, FCE, 2012, nueva edición en la colección Libros sobre Libros de la obra publicada originalmente en 1991)–, habrá que conceder el crédito de la invención a los chinos que ya practicaban esta actividad tres siglos antes de Cristo.

Pero si se atiende a una definición más precisa, como “el arte de imprimir valiéndose de tipos móviles y auxiliándose con una prensa adecuada”, la mayoría de los autores reconoce como inventor a Johannes Gensfleisch Gutenberg y como fecha probable del hallazgo el año de 1440, señala Zavala Ruiz:

“Otros investigadores atribuyen la invención al italiano Pánfilo –también conocido como Pamphilo– Castaldi, algunos más al holandés Laurens Janszoon Coster, y otros, en fin, a un alemán de apellido Mentelin. Todos coinciden, sin embargo, en que el taller del probable maguntino Gutenberg fue el centro desde el cual habría de expandirse la imprenta hacia el mundo de entonces. Tampoco se impugna la noticia de que los primeros tipos sueltos (excepción de los manufacturados con anterioridad por chinos y coreanos) fueron fabricados por el prototipógrafio alemán y por un discípulo suyo, Peter Schoeffer o Schoiffer” (p. 1).

LA GALAXIA GUTENBERG

La expansión de la galaxia Gutenberg a todos los confines fue resultado del saqueo y la conquista de Maguncia por parte del elector Adolf von Nassau. Con la imprenta “la cultura pasó de golpe de una virtual oralidad primaria al ámbito de lo textual”. Antes, cuando alguien hablaba los oyentes se convertían en un público. “Lo impreso propiciaba más bien el viaje introspectivo, necesariamente individual”. Con todo, al escuchar a un narrador o leer un manuscrito se tenía la sensación de que se estaba recibiendo un conocimiento en gerundio, el texto estaba “haciéndose”. Con la imprenta el texto parecerá concluido, consumado –el conocimiento en participio– “y esa impresión de finitud interpondrá mayor distancia entre el lector y el autor, menciona Zavala citando a Walter J. Ong en un libro titulado Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra (México, FCE, 1987).

Los caldeos escribían sobre barro porque se creía el material más duradero. Por eso, el rey asirio conocido por los griegos como Sardanápalo llegó a formar una biblioteca bien nutrida de tablillas escritas. Pero a lo largo de la historia el hombre ha escrito también en piedra, en pieles y en papiro, expone Zavala:

“Vendrían tiempo después la codiciadas tablillas de marfil, las hojas de madera enceradas cuyas caras tanto apreciaron los romanos y, con el paso de los años el pergamino y la vitela, es decir la piel de ternera debidamente preparada para recibir el trazo o los colores de una pintura o las líneas de la escritura” (p. 3).

Los primeros libros propiamente dichos se deben a los monasterios. Hoy se les conoce como códices a los “libros manuscritos de cierta antigüedad, cierta importancia histórica o literaria, anteriores a la imprenta”. La paciencia de los monjes rescató la memoria de los libros clásicos de la Antigüedad.

UN GRAN SALTO

En cinco siglos pasamos de grabar planchas de madera con la punta de un buril a domesticar el rayo láser y emplearlo en la composición tipográfica. A mediados del siglo XV se componían unas docenas de caracteres o tipos sueltos en una hora, hoy pueden procesarse millones de caracteres en el mismo lapso, “y se está en posibilidad de hacer una impresión tradicional, una impresión digital o un libro electrónico, listo para ser leído en una computadora de tablilla”, esto es, en una tableta.

Del primer libro que se tiene noticia, año 868, impreso por Wang Chieh usando planchas de madera, piedra y metal, a la Biblia de 42 líneas de Gutenberg, pasaron menos de seis siglos. En los 500 años siguientes “los inventos han sido muchos e ingeniosos como el que más”. Pero “si bien los medios técnicos se han desarrollado considerablemente, la forma de hacer libros, el método de trabajo, las operaciones básicas no distan mucho de los alcanzados en el siglo XV”, agrega Roberto Zavala Ruiz.

LA IMPRENTA EN MÉXICO

El mismo Zavala menciona que probablemente los objetivos que impulsaron el establecimiento y desarrollo de la imprenta en México, y con ello la edición de libros o más adelante, hacia el fin de la Colonia, de gacetas y periódicos, fueron por un lado los intereses administrativos de la Corona y, por otro, los fines religiosos y educativos. “En el fondo los propósitos se fundían en un solo: la plena colonización de los americanos, la sujeción ideológica que supliría gradualmente a la fuerza de las armas”.

En 1593 llegó a la Nueva España un impresor italiano procedente de Sevilla, Giovanni Paoli. Había trabajado como oficial cajista, es decir, componedor de letras de metal, con el alemán Johannes Cromberger, conocido en Sevilla como Juan Cromberger. También el nombre de su discípulo pasaría a la historia ya castellanizado “por la editorial que lleva en su razón social el compromiso de homenaje permanente a quien estableció la primera imprenta en el continente americano”: Juan Pablos Lombardo.

La primera obra que publicó, como era previsible, trataba de religión: Breve y más compendiosa doctrina cristiana. No será sino hasta 1548 cuando figure en el colofón de un libro suyo la leyenda “En casa de Juan Pablos”, en forma definitiva, sin alternarse con los créditos de Juan Cromberger como ocurrió mientras no pudo adquirir los materiales de la imprenta a los herederos de su maestro alemán.

Hasta finales del siglo XVI, la vida editorial de la Nueva España y en general de la América española transcurrió en brevedades cristianas. “Esos primeros libros tenían formatos muy cuidados: portadas en dos tintas (el rojo y el negro de la sabiduría), dibujos de blasones, emblemas y escudos, así como símbolos religiosos traídos de Europa”.

Sin embargo, no obstante que los religiosos sólo procuraron aprender las lenguas naturales para usar el español como “vehículo idóneo” para difundir la religión católica y la cultura occidental, “en 64 años se imprimieron 116 títulos en lenguas indígenas”.

Al arrancar el siglo XVII ya funcionaban en la ciudad de México nueve prensas tipográficas. El mismo Juan Pablos imprimió en 1542 la hoja volante más antigua que se conoce: ‘Relación del terremoto de Guatemala’, en la que se narraban los sismos que sacudieron a esa ciudad el 10 y 11 de noviembre de 1541, con una función informativa y documental muy similar a la que tendrían después los periódicos y revistas.

Pero si la feligresía católica constituía el núcleo del mercado del libro en la Nueva España, el clero, así como impulsaba ciertas lecturas censuraba otras. La Iglesia siempre fue consciente del poder ideológico de los libros. La Real Audiencia era la encargada de conceder o denegar los permisos para imprimir. Y los censores de la Santa Inquisición eran los primeros en abordar las embarcaciones que arribaban a puertos americanos, buscando evitar que las buenas conciencias se contaminaran ideológicamente con las lecturas no autorizadas, resume Roberto Zavala Ruiz.

Mi correo electrónico: carvajalberber@gmail.com. Esta columna también se puede leer en: www.carvajalberber.com y sus redes sociales.

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