Que la disputa entre el Poder Ejecutivo y el Judicial deriva del interés que tiene el Presidente de la República en someter a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, es una interpretación que la comentocracia ha querido establecer buscando eludir el nudo del conflicto: los sueldos envidiables de los ministros.
Si el problema se reduce a que nadie en la administración pública puede ganar más que el jefe de Estado, la solución podría ser que una entidad ajena al Ejecutivo determine la remuneración del primer mandatario con base en un análisis del mercado laboral internacional. Mediante un comparativo de economías, dicho estudio señalaría cuánto es prudente y legítimo asignar como honorarios a los gobernantes de nuestro país.
Con todo, esto no va a ocurrir porque la austeridad gubernamental fue una de las principales promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador. Y, a juzgar por la votación obtenida, se puede asumir que reducir los salarios de la alta burocracia es –junto con el combate a la corrupción y sus variantes: el nepotismo y el conflicto de interés– uno de los principales mandatos del pueblo a su nuevo presidente.
ABRIÓ MUCHOS FRENTES
En apenas dos semanas de gobierno, muchos son los frentes abiertos por López Obrador: Wall Street, la Corte, la Conago y los grupos ambientalistas preocupados por el impacto del tren maya, son unos cuantos.
En el primer teatro de guerra, hay quienes apuestan por la cancelación del proyecto aeroportuario de Santa Lucía ante la presión financiera y, en todo caso, bursátil que existe para continuar las obras en Texcoco.
Quisiera pensar que López Obrador guarda un as bajo la manga que le permitirá tranquilizar los mercados de capital de Nueva York, con alternativas de inversión como las que ofreció a los contratistas del NAICM. Pero no me sorprendería que acabe reconociendo la inviabilidad de suspender la construcción del nuevo aeropuerto.
En ese sentido, como han dicho otros analistas, quizá lo que falte sea encontrar una narrativa que explique por qué no fue posible terminar con el negocio que los socios de Peña Nieto harán especulando con los terrenos alrededor del lago Nabor Carrillo, ni se pudo tampoco impedir un daño ecológico en todo el Valle de México.
Lo cierto es que el mal ya está hecho. No falta quién diga que estamos a las puertas de un nuevo Fobaproa: el Aeroproa. Y como en la crisis de 1994, no todas las pérdidas se convertirán en deuda pública.
Personas atentas a sus cuentas individuales de ahorro para el retiro han detectado ya minusvalías en sus estados contables, no sólo por la incertidumbre que generó la cancelación de una obra que estaba siendo en parte financiada con los recursos de las afores, sino en general por el nerviosismo de los mercados.
En ese contexto, ¿saldrá AMLO avante de este tropiezo culpando a los funcionarios hacendarios y de SCT del sexenio anterior? ¿O llegará al grado de sacrificar a alguno de sus colaboradores porque no le advirtió de la verdadera situación del NAICM?
Una decisión como la de cancelar el aeropuerto, que se legitimó con una consulta a la ciudadanía, podría revertirse con base en la necesidad de proteger los recursos presupuestales de los efectos de una conspiración tipo el club Bilderberg.
Si Andrés Manuel logra hacer creíble que él no se equivocó, sino que simplemente lo vencieron las circunstancias, la lista de buenas intenciones del gobierno quedaría a salvo del descrédito que supondría aceptar que hubo un error de cálculo.
MINISTROS RASPADOS
El diferendo con la Corte se resolvió cuando los ministros paralizaron una orden ejecutiva: bajarse el sueldo. Sin embargo, del choque entre poderes salió raspada la honra de los ministros de la Corte, magistrados de tribunales de circuito y jueces de distrito.
La venganza de los órganos jurisdiccionales fue desmesurada: darle el gane al PAN en el conflicto poselectoral de Puebla, no obstante las evidencias de que en ese estado se cometió un fraude tan burdo como los que creíamos ya superados en la historia de nuestros comicios.
Quizá AMLO no pretendía desacreditar a los integrantes de la judicatura federal, pero sin duda está en sus planes sumar a la SCJN al mismo esquema presidencialista en donde el Ejecutivo volvió a ser hegemónico sobre el Congreso de la Unión, con Morena como mayoría simple.
Fue tan vapuleada la figura presidencial en los últimos sexenios, que no sabemos cuánto de esta restauración institucional emprendida por López Obrador es realmente un intento por volver a la presidencia imperial, como claman los demócratas formales, y cuánto un mero afán por recuperar la gobernabilidad perdida, en aras de realizar el proyecto de nación que se impuso en las urnas.
Con un tabulador salarial tan bajo, AMLO toma revancha en nombre de las masas populares de una clase política que se enriqueció mediante el uso patrimonialista del poder, vicio en el que cayeron también los políticos de viejo cuño que se han sumado a la Cuarta Transformación.
Pero, además, el Presidente intenta depurar las estructuras burocráticas forzando a los servidores de carrera a renunciar o acogerse al retiro voluntario, para buscar refugio en la iniciativa privada donde en teoría les pagan mejor, cosa que no es necesariamente cierta; y, al mismo tiempo, motivando la formación de nuevos cuadros de gobierno completamente identificados con el nuevo régimen… y conformes con el modesto sueldo.
GUARDIA NACIONAL
Con los gobernadores, AMLO parece haber llegado a un acuerdo respecto al rol de los superdelegados en las mesas de seguridad, dejando en claro que no le disputarán el liderazgo a los mandatarios locales. Pero el tema de la Guardia Nacional todavía despierta muchas dudas.
La Constitución de 1917 preveía la existencia de esta Guardia Nacional como milicias de los estados. Sin embargo, el carácter de gendarmería nacional que le da AMLO a la Policía Federal, con un perfil marcial remarcado por la integración de la Policía Militar y la Policía Naval a esa fuerza, surge de una distorsión más o menos reciente en el papel de que se le ha dado a estas dos corporaciones.
Las policías militar y naval pasaron, especialmente en el sexenio de Peña, de ser la unidad del Ejército o la Armada que mantiene el orden al interior de las instalaciones castrenses o marinas, y entre los miembros de las instituciones armadas, a integrar una fuerza de élite, con sólida formación en contraguerrilla urbana, para el combate de los grupos delincuenciales.
Para hacer frente a organizaciones criminales que, dado su poder de fuego, representan auténticas fuerzas beligerantes e incluso podrían conformar narcoguerrillas si se lo proponen, necesitamos una policía federal militarizada.
En otro gobierno la llamaron Gendarmería Nacional, López Obrador la llama Guardia Nacional. Es casi lo mismo y aún queda por definir cómo funcionará esta versión de una Guardia Civil en los estados mexicanos donde operan grupos paramilitares tan opuestos entre sí, como los cárteles de la droga y las guardias comunitarias o autodefensas.
OBRAS PÚBLICAS
En cuanto al Tren Maya y el ferrocarril transítsmico o la refinería de Dos Bocas, entre otras obras de infraestructura colosales que se plantea la administración López Obrador, uno ya no sabe si quienes cuestionan la racionalidad de estas inversiones lo hacen por prejuicio ideológico; por creencias economicistas que los llevan a sostener que, si un privado no considera estos proyectos rentables, el Estado no debería tampoco realizarlos.
Sin rubor, intelectuales de corte liberal censuran la pretensión de AMLO de volver a un Estado interventor, al que por definición tachan de obeso e ineficiente cuando la experiencia de seis sexenios indica que los mercados no se regulan solos ni se modera la codicia empresarial.
¿Quién podría negar los beneficios económicos que tendrán las comunidades impactadas por estas inversiones? Lo que pasa es que estamos ante un nuevo paradigma o al regreso de un viejo paradigma, y eso es lo que molesta a la comentocracia.
Pese a todo lo que se le pueda cuestionar al desarrollo estabilizador, la red de carreteras federales que se tejió con recursos públicos, intensamente en el gobierno de Lázaro Cárdenas, activó la economía regional y trajo al paso de los años tantos o más beneficios que los que generarían al cambio de siglo las autopistas concesionadas del ciclo neoliberal. La diferencia es que se pagaron con impuestos, no con elevados peajes.