¿REGULAR LAS REDES?

¿Es posible regular las redes sociales?

Como parámetro de lo difícil que esto resultaría, la periodista e investigadora española Marta Peirano pone lo que pasó en Europa con la ley de protección de datos más estricta del mundo: el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR, por sus siglas en inglés).

Esta norma que entró en vigor en 2018 fue pionera en su disciplina y se presentó como propuesta de regulación de la inteligencia artificial y la vigilancia biométrica a la Comisión Europea. Sin embargo, la GDPR no se puede hacer cumplir porque las instituciones que la adoptaron no tienen acceso a las infraestructuras y a los servidores de los países donde se cometen las infracciones.

Colaboradora de medios impresos, televisivos y digitales, Peinaro ha fundado periódicos y revistas especializadas en los temas de cultura y tecnología. Además de asesorar a las Fuerzas Armadas españolas, dirige un programa de entrevistas sobre tecnología y cambio climático, y es autora de publicaciones que versan lo mismo sobre autómatas y sistemas de vigilancia que sobre futurismo tecnológico.

En el marco de las elecciones intermedias de 2021 en México, Peinaro dio una charla a distancia en el Instituto Nacional Electoral sobre Democracia y redes sociales (Conferencias magistrales. Temas de la democracia, No. 40. INE. México, 2022). Y en la sección de preguntas y respuestas, subrayó:

Intentar gestionar las redes sociales es improbabale, cuando las plataformas digitales que las soportan están protegidas por leyes de propiedad intelectual que impiden que las propias instituciones que tienen que fiscalizarlas entren a ver qué está pasando en esas infraestructuras. Este marco jurídico hará imposible también una regulación, hasta que se obligue a las plataformas a ser completamente transparentes en sus operaciones, lo cual es muy difícil.

LA OTRA PUBLICIDAD:

Una de las preguntas que le hacen a Peinaro es por qué no funcionan los mecanismos de transparencia en la publicidad que ofrecen las plataformas.

Ella explica que los anuncios no son, en realidad, esas bandas con productos y servicios que aparecen en las maquesinas y que, de hecho, tienen la misma forma que los carteles publicitarios de la calle.

“Esos no son los anuncios de los que viven esta media docena de empresas que se han hecho con el mundo” gestionando el internet. Esos son anuncios tradicionales, aun cuando gracias a los algoritmos unas personas ven unos y otras ven otros.

No, los verdaderos anuncios son esta visión de la realidad que está algorítmicamente diseñada para cada uno de nosotros, de manera que, cuando alguien revisa su cuenta de Twitter o su muro de Facebook, accede a una visión de la realidad y no a otra.

Esta personalización se da en función de las muchas o pocas personas que sigue el usuario, de las noticias que ve y también de las que no ve, de los contenidos a los que les ha dado like o, por el contrario, dislike. Y “esa visión de la realidad está patrocinada. Es decir, ese es el anuncio”.

Los algoritimos funcionan igual en la mercadotecnia política. Si en un partido está haciendo campaña política con el miedo, buscará llegar a aquellos usuarios cuya visión de la realidad los hace tener miedo: temor a los inmigrantes que quieren violar a sus hijas o a las personas violentas que quieren entrar en su casa o a los policías corruptos que no atienden la ley.

Pero también la campaña se puede ubicar en el otro extremo. Se hace campaña con el miedo o la esperanza. Sin embargo, una campaña basada en la esperanza apelaría a otra visión de la realidad: una donde los vecinos se ayudan entre sí, donde las industrias verdes están despuntando, donde el bióxido de carbono del planeta puede ser recogido con una aspiradora muy grande, donde todos viviremos felices porque los robots harán el trabajo que no queremos hacer, mientras los humanos disfrutamos de una renta básica universal.

En otras palabras, el anuncio es la realidad paralela que ofrecen esos algoritmos. Esa es la verdadera publicidad que manejan las plataformas y difícilmente estarán dispuestas a tener una política de transparencia. ¿Aceptarían decir quién patrocina esa visión de la realidad que ofrecen cada día? Seguramente, no.

DEMOCRACIA COMO CONSENSO:

De los aspectos negativos de las redes sociales que la experta planteó en su conferencia (veánse las dos entregas anteriores de esta columna), entre ellos la falta de verificación de los contenidos que los usuarios circulan entre sus contactos, Peirano opina que dejar ese trabajo en manos de fact checkers independientes “no es una buena solución para el problema de la desinformación”.

Entre otras cosas porque esos verificadores no son administradores de las plataformas donde hacen el fact checking, sino usuarios comunes. No ven los contenidos antes de que los vean los demás para poder limpiarlas antes de que hagan daño, sino que las ven al mismo tiempo que los demás, generalmente cuando ya se han difundido.

Por lo que hemos aprendido sobre la desinformación, sobre todo cuando incita a la violencia o deshumaniza a un colectivo –apunta la ponente–, es que una vez que se ha difundido no cambia nada enterarnos después que es mentira.

Luego está el problema de la segmentación. A este tipo de campaña se le llama oscura porque unas personas la ven y otras no. En la actualidad hay un problema de la polarización vinculado al hecho de que todos estamos experimentando realidades paralelas. Ya no nos ponemos de acuerdo en cuáles son los hechos de la realidad, aunque tengamos opiniones distintas sobre estos. Ni siquiera podemos sentarnos a discutir los hechos, porque no compartimos las premisas para poder mantener un debate.

Por esta situación, si tengo un vecino que vota por la ultraderecha y yo soy de izquierda, ambos pensaremos que el otro es una mala persona, porque porque ninguno de los dos entendemos la opción del otro. Yo no puedo ver su canal de televisión o leer su periódico y mirar sus titulares para saber en qué mundo vive. Tengo que imaginarlo, advierte Peinaro.

Esta incapacidad de entender de dónde viene el otro que tiene opciones distintas a las mías, hace que nuestro diálogo y debate se hagan imposibles, que no podamos discutir. Es el fin de la democracia entendida como consenso, como la capacidad que tiene una comunidad de ponerse de acuerdo aunque quiera cosas distintas, y de llegar a un mínimo común denominador que, aunque no favorezca del todo a todo el mundo, sea suficientemente bueno para todos. Hace falta entender a los demás, sobre todo para no demonizarlos ni descartarlos porque están locos o nos quieren hacer daño, resume Marta Peinaro.

Mi correo electrónico: carvajalberber@gmail.com

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